Entre la bohemia y el ensueño con Eber Zorrilla

Cuando la mañana del 13 de junio llegó trayendo consigo preocupación y pereza descomunal por asistir al eventual empleo que conseguí en la provincia de Recuay, a donde iba cada amanecer durante casi dos meses, no sabía en absoluto lo que el destino tenía trazado en sus laberintos que apenas trato de plasmar cuando hago el esfuerzo de entregarme a  pensar.

Dos días antes sabía que debía reunirme en el frontis del Colegio de La Libertad, a las 6:20 p. m., con Manuel Cerna, poeta y amigo mío desde hace unos tres años. Manuel es profesor en esa institución desde hace más de 20.


Llegada la hora pude comprender que no era sólo yo quien había acudido a esperar al autor de Poemas Perdidos, sino que hallé, frente a la fachada principal del Colegio, a Edgar Norabuena, a quien conocí en una  oportunidad cuando asomé la nariz al mundo de los literatos y a los vericuetos culturales. Él no estaba solo, platicaba con un tipo flaco y de estatura normal a quien vi solamente cuando a inicios de año, Willy del Pozo y Ricardo Ayllón ofrecieron un recital en el auditorio de la Municipalidad Provincial de Huaraz. Era Eber Zorrilla, de quien supe recién su nombre cuando nos presentaron en medio de la bulla y el desorden de los alumnos que abandonaban el recinto del colegio. Pronto se dejó ver Manuel quien se disponía a marcar y firmar su tarjeta de control para después, luego de notar nuestra presencia, llamarnos desesperado con ágiles movimientos de su mano derecha. Una vez junto a él sólo nos quedó obedecer sus disposiciones, las que tenían como objeto abandonar el colegio (todo de lo más normal); pero el asunto era que no lo haríamos por la puerta principal, por donde a diario transitan todos los demás docentes a la hora de salir del trabajo, sino por la trasera, la celeste; y así fue. Durante el trayecto de puerta a puerta explicó la razón: evadir a Mila, su esposa, quien iba a esperarlo casi todas las tardes, junto a Perlita, una perrita a la que tienen por mascota. Evadir a la esposa de Manuel fue como una aventura de niños; y entre la estridencia de los motores en las calles, desplegamos estrategias de despiste que siempre construye nuestro amigo el del Tren Inmóvil.

Pronto nos hallamos con las posaderas depositadas en los bancos de madera de La Choza de Tarzán, “Centro Naturista”, alrededor de una mesa cuadrada, ordenando cuatro porciones de chuchuhuasi. Nuestra entrega al deleite de esta selvática bebida no rebasó más allá de las cuatro tandas, durante las cuales desgranaron ante mis oídos comentarios sobre literatura y grandes literatos; entre todo ello, hubo un momento para recordar al recién fallecido José Watanabe Varas (+ 25.04.2007).

En ese clima comprendí que Eber era uno de aquellos tantos entregados a las faenas del apasionante oficio de las letras quien había dado a luz a su primer hijo, un conjunto de cuentos articulados en lo que ha titulado como Las Almas También Penan Por Amor;  entonces, sin más ni más, atiné en solicitarle su número de teléfono para una entrevista que mas adelante pudiera hacerle; en respuesta al interés mostrado por mí puso sobre mis manos a aquel hijo que hace pocos días había parido.

Al día siguiente por la noche tuve la primera conversación telefónica con Eber, en ella, le hice saber que podíamos presentar su libro en un espacio cultural que maneja una institución pública; entonces, de mutuo acuerdo, decidimos reunirnos a las 05:00 p. m. del día siguiente en un lugar que ambos creímos pertinente.

Con cinco minutos de anticipación, luego de pasear por los paisajes de Las Almas También Penan Por Amor y disfrutarlo con los ojos clavados sobre sus renglones, en una combi roja que tocía cada vez nomás para traerme junto a una docena de personas de Recuay a Huaraz, ya lo aguardaba. Cuando eran nueve minutos después de las cinco de la tarde, seguramente, se oyó “¡Franklin!” desde los adentros de un auto blanco que a cierta distancia se detenía, allí estaba él junto a alguien más; comprendí que respiraban aires de bohemia cuando ambos me pidieron que subiera al auto y éste empezó a moverse ronroneando suavemente; escasos minutos después ya acariciábamos con los ojos dos botellas de cerveza y entregamos nuestros labios, paladar, cuerpo, pensamiento… al amargo sabor del licor de cebada en una chochería muy conocida en toda la ciudad, “Chochos Castro”. La permanente estridencia producida por el timbre del teléfono celular de Eber rasguñó repetidas veces los intentos para establecer una fluida conversación entre los tres; el asunto es que el celular sonaba como consecuencia del pleito amoroso que sostenía con una musa  de quien habló sólo para decir “Estoy terminando con mi Chinita, a quien quiero tanto, por el celular”, y con el semblante entristecido apagar esa tecnología de la comunicación contemporánea, sugerido por el auditorio, a pesar de los aires de contrariedad que lo invadían. Seis cervezas después, a solicitud de Eber y Noemí”, su amiga e importante empresaria educativa en Huaraz, terminamos llamando a la puerta de Manuel Cerna tras apearnos del taxi que nos condujo hasta allí, pero la empresa no dio el fruto esperado: la madre de Cerna, Doña Juana, una matrona de extraña paciencia dijo como siempre “no está joven, llega todavía junto con su esposa”. Poco convencidos no nos quedó otra cosa más que rodar hasta el lugar que “Noemí” propuso: La Choza de Tarzán, para agenciarnos un par de vasos de chuchuhuasi puesto que la noche traía consigo harta frialdad entre sus alas. Tras un considerable momento de alturada conversación sobre lo que mejor hacen los escritores, entre ellos Zorrilla, confluimos en la necesidad de “creer para crear”.

No pasó mucho tiempo cuando ya nos descubrimos bebiendo en una de las oficinas administrativas de un Colegio Particular, cuya propiedad le pertenece a “Noemí”, la combinación de Ron Pomalca y Coca Cola por dos tandas; la magia del dulce sabor hizo que nos transportáramos más allá de nuestra debilitada inmunidad para los efectos del alcohol y Eber, con su mano rebelde ante los impulsos eléctricos de su ebrio cerebro, estampara su firma sobre un par de sus libros tras ensayar sobre ellos algunas palabras como dedicatoria. El primero, a solicitud mía, lo hizo para una agraciada y encantadora mujer a quien tengo particular estimación, cariño y amor; los garabatos no los pude descifrar y pensé que no tenía autoridad para hacerlo, puesto que el libro y la dedicatoria eran ya de su propiedad. (La mañana siguiente no hice más que asomarme ante sus ojos, que aún se alegran cuando logran verme, para hacerle entrega de Las Almas También Penan Por Amor. Ella lo agradeció con una sonrisa y un aire de melancolía coronó su frente al sentir el final de mi fugaz presencia). El segundo, cuya dedicatoria tatuó con bastante respeto, lo hizo para el director de la Revista Cultural Kordillera, Omar Robles Torre, gran amigo y promotor cultural, cuya apreciación crítica va impresa en la solapa  posterior del libro y que, según el mismo autor, todavía no lo había entregado a él. No hubo necesidad de algún ministro de Dios para que fuera bendecido, pues las gotas oscuras sobre el escritorio hicieron su trabajo, mientras Eber, con su tembleque mano derecha, se esforzaba en plasmar sus mejores luces sobre las primeras páginas del libro. Cuando hubo terminado eché los dos volúmenes a la mochila que llevaba conmigo, con el compromiso de que a la mañana siguiente vería el medio y la forma de cómo hacerle llegar el encargo al amigo Omar. (Un buen tiempo atrás, cuando Omar supo que su permanencia en Huaraz se veía trabada como consecuencia de la responsabilidad laboral que asumía en una radio emisora de Huari, dijo que si hubiera la necesidad de hacerle llegar algún encargo lo dejara en la Cebichería “El Pez Vivo”. A eso del medio día cumplía el encargo; sin embargo, con particular amabilidad, dijeron que en estos días la posibilidad de enviarle algún paquete no era factible puesto que él estaría el domingo en Huaraz. Entonces, sólo quedó razón para agradecer a la dulce mujer que recibió el encargo y abandonar el lugar).

Así pasó el tiempo, de sorbo en sorbo, ensayando, absolutamente todos, ademanes propios de la embriaguez. Cuando las excitaciones producidas por el licor llegaron a su cúspide, comprendimos, junto con Eber, la imperiosa necesidad de abandonar el recinto, y así fue; lo hicimos por la puerta falsa que nunca nos abrieron, entre tropiezos, caídas y magulladuras de pies y manos, con el consentimiento de una señora que osó castigarnos comprendiéndonos y autorizándonos a trepar un cerco de piedras mal apiladas. La puerta principal estaba con seguros.

Y al fin ya murmurábamos en un taxi que rodaba con destino a Shancayán, hasta el paradero de la Línea 12 del transporte público, por donde es la casa de Eber Zorrilla, a la que llegamos con la finalidad de entregarnos a los efectos del sueño. El padre de Las Almas También Penan Por Amor terminó desmoronándose sobre su cama.  Yo emprendí el camino a casa, a la cama mía. Era más de media noche y empecé a caminar guiado sólo por el instinto...

“Creo que todos quienes se dedican a cultivar las letras andan siempre entregados al agridulce sabor de la bohemia y el ensueño”, fue la frase que mejor retuve de Eber cuando conversamos un día después de todo lo sucedido, refunfuñándose para que deje de beber ya.